Incendios es, tal vez, de la tetralogía La sangre de las promesas, la obra de Mouawad más trágica. Una joven, casi una niña, concibe un hijo fruto del amor, en una sociedad atravesada por la guerra y el odio. El niño le es arrebatado nada más nacer y Nawal, esa joven casi una niña, no cejará hasta encontrarlo, puesto que ha hecho la promesa de amarle siempre, "ocurra lo que ocurra". Y comienza una búsqueda obstinada, un viaje a lo desconocido. Y cuando, después de muchos años, al fin encuentra a su hijo, Nawal comprende que el amor y el horror pueden ir de la mano de una manera terrible, terriblemente humana. Y el fogonazo de esa revelación la hace callar para siempre. Vivirá en silencio los últimos años de su vida y solo hablará a través del testamento que deja a sus hijos gemelos, Jeanne y Simon, a quienes encarga también una búsqueda: la de su padre, que ambos creían muerto, y la de un hermano cuya existencia ignoraban absolutamente. Jeanne y Simon, al igual que su madre, emprenderán un viaje a lo desconocido, un viaje a través del espacio y del tiempo (pero también al interior de sí mismos), para acabar encontrándose a sí mismos. Tragedia y revelación son términos complementarios. Y nosotros, a través de la lectura o de la representación de Incendios, experimentamos también un viaje hacia la lucidez, hacia la comprensión de que Incendios no habla de una familia determinada, sino que nos enseña a todos y de modo muy particular a los que vivimos nuestra tranquila, democrática y apacible vida en el reducto occidental preservado de las guerras, de las hambrunas, de las migraciones violentas, del confinamiento en campos de refugiados, de los genocidios... Nosotros somos Nawal, y Jeanne y Simon... Y descubrimos que no estamos al margen de la suma monstruosa del dolor que sobrecoge al mundo. Y nos callamos como se calló Nawal. Con el silencio que sucede a la tragedia: un silencio que retumba en la conciencia dormida de los hombres,
Incendios es, tal vez, de la tetralogía La sangre de las promesas, la obra de Mouawad más trágica. Una joven, casi una niña, concibe un hijo fruto del amor, en una sociedad atravesada por la guerra y el odio. El niño le es arrebatado nada más nacer y Nawal, esa joven casi una niña, no cejará hasta encontrarlo, puesto que ha hecho la promesa de amarle siempre, "ocurra lo que ocurra". Y comienza una búsqueda obstinada, un viaje a lo desconocido. Y cuando, después de muchos años, al fin encuentra a su hijo, Nawal comprende que el amor y el horror pueden ir de la mano de una manera terrible, terriblemente humana. Y el fogonazo de esa revelación la hace callar para siempre. Vivirá en silencio los últimos años de su vida y solo hablará a través del testamento que deja a sus hijos gemelos, Jeanne y Simon, a quienes encarga también una búsqueda: la de su padre, que ambos creían muerto, y la de un hermano cuya existencia ignoraban absolutamente. Jeanne y Simon, al igual que su madre, emprenderán un viaje a lo desconocido, un viaje a través del espacio y del tiempo (pero también al interior de sí mismos), para acabar encontrándose a sí mismos.
Tragedia y revelación son términos complementarios. Y nosotros, a través de la lectura o de la representación de Incendios, experimentamos también un viaje hacia la lucidez, hacia la comprensión de que Incendios no habla de una familia determinada, sino que nos enseña a todos y de modo muy particular a los que vivimos nuestra tranquila, democrática y apacible vida en el reducto occidental preservado de las guerras, de las hambrunas, de las migraciones violentas, del confinamiento en campos de refugiados, de los genocidios... Nosotros somos Nawal, y Jeanne y Simon... Y descubrimos que no estamos al margen de la suma monstruosa del dolor que sobrecoge al mundo. Y nos callamos como se calló Nawal. Con el silencio que sucede a la tragedia: un silencio que retumba en la conciencia dormida de los hombres,