GUILLERMO GARCIA
En las diez crónicas que integran El buda dorado de mi padre, el autor relata sus viajes a lugares tan inusuales como Mongolia, Corea del Norte o Myanmar. Buscador de objetos no menos improbables, se las arregla para comprar dos afiladas lanzas masáis en Tanzania, una puerta dogona en Marruecos o, en un rastro de Ulán Bator, manuscritos tibetanos que lo meten en un aprieto de consecuencias imprevisibles. La suerte, la paciencia y un ojo entrenado, le permiten dar, en un mercado de las pulgas parisino, con un dibujo del poeta chileno Braulio Arenas dedicado a André Breton. El libro es, además, una bitácora de los intereses literarios del autor viajero que, incansable, sigue las menguantes huellas del cónsul Pablo Neruda en Rangún; visita a Ernesto Cardenal en Nicaragua; se encuentra con Susana Wald en Oaxaca; asiste al funeral de Nicanor Parra en Las Cruces y recuerda sus encuentros con Miguel Serrano.
«Durante años Guillermo García ha logrado transformar sus viajes solitarios, sus viajes de negocios o sus vacaciones familiares, en misiones personales escribe Santiago Elordi en el prólogo. Parecería que el viaje no se bastara a sí mismo, parecería imprescindible una razón que lo justifique, y el desafío de cada escritor es encontrar la suya. Con El buda dorado de mi padre, [el autor] entra en esta tradición milenaria agregando un desconcertante motivo: el cazador de objetos, el coleccionista, esa categoría de la especie humana obsesionada con atesorar cosas y formar series».